Afectos_efectos comunes

Exposición individual en el Centro Cultural de España en Panamá.

2017. Medidas variables.

El término de origen latino “obsolescencia” está formado del prefijo ob (contra), y de la raíz solere (acostumbrar) o alere (hacer crecer). De cualquier modo, la palabra se relaciona con el hecho de interrumpir un proceso o una costumbre. La historia del arte moderno pivota esencialmente en la obsolescencia. Por un lado, el mito moderno de las vanguardias ha corrido paralelo a la religión liberal de los escaparates: los ismos o las tendencias se suceden a igual velocidad que las modas, sustituyéndose vertiginosamente unas por otras. Por otro lado, los historiadores se han dedicado a combatir la obsolescencia creativa mediante el argumento de la tradición, convirtiendo en patrimonio atemporal lo que es considerado propio de cada época, por corta que sea. La obsolescencia, por consiguiente, tiene el doble efecto de convertir todo proceso estético en un objeto artístico del momento, y, al mismo tiempo, obligar al producto a insertarse en una aparente lógica histórica: se ha convertido en el principal motor de la productividad, material y de sentido.

Hoy, como bien nos cuentan Begonya Garcia y Alfonso Fernández (SomosNosotros), el artista ha sido emplazado fuera del arte. No es que haya sido expulsado, sino que ha perdido la titularidad de su hogar. La semiocracia -el gobierno y economía de los signos, que como el dinero, tienen equivalencias siempre mutantes- ha clausurado la cerrada relación entre estética y arte, abriendo un mundo en donde todo es estético y, por tanto, todo es arte: la política, el deseo, las finanzas, el trabajo, los afectos, la guerra… El Museo Guggenheim de Bilbao abrió sus puertas con una muestra de motos Harley-Davidson; el MOMA de Nueva York inauguró su nueva ampliación con productos Apple. Los antiguos “estigmas” del artista (entusiasmo, precariedad, hiperactividad, autoexplotación) son hoy los propios de los trabajadores de la nueva economía. La feliz condición de lo último (“the state-of-the-art”) se aplica hoy a cualquier cosa que prometa futuro, a cualquier cosa esbozada en el presente, pero ya obsoleta antes de producirse: el I+D, la empresa start-up. La desmaterialización explorada por el arte contemporáneo es hoy asunto central de la vida. Todo se hace aquí y ahora. El do-it-yourself (versión anglosajona del Juan Palomo “yo me lo guiso, yo me lo como”, metáfora siempre impuesta interesadamente sobre los artistas) pretende hacer inútiles las comunidades, las deudas. Cada uno es amo y señor de su propio destino: somos pobres, no porque seamos millones los condenados a la miseria, sino porque “no nos lo hemos montado bien”.

Begonya y Alfonso están por otra labor: hay ciertas prácticas artísticas que no tienen voluntad de acabar siendo meros productos “visibles”, sino que buscan tejerse en colectivo, dando pie a injertos, relaciones, subversiones que anulen la ilusión de un arte ensimismado. No se trata de que “el arte” regale cobijas porque en la vida hace frío (“helarte”): el arte consiste en explicar –entre todos- porque hace frío, por qué los afectos comunes deben ser un baluarte frente a la propia precarización; por qué no debemos esperar a que la política cultural (como pasa en España) regule la temperatura y sostenibilidad de nuestros espacios de encuentro y trabajo. La política cultural no es solamente el programa que gestiona el tejido creativo, siempre tendente a espectacularizarlo: es, sobre todo, la interdependencia de los pequeños tejidos capaces de transmitir sus querencias, sus investigaciones, sus inmersiones, con la clara voluntad de tener competencia pública, de tener incidencia en el discurrir general de la vida. 

Unas prácticas creativas que quieran escapar de la mera obsolescencia fomentada por el mercado o por la instituciones de poder deben pasar, sí o sí, por la voluntad de influir en su entorno, por imprimir tiempos y maneras que desborden el mero ámbito del escaparate, cosiendo afectos sin reloj.

Texto de Jorge Luis Marzo